Editorial - Junio 2015: "Dime de qué hablas..."

Mirando a mi alrededor, quedé sorprendido por el destello de tanta vanidad. Deslumbrado al escuchar a tantos, hablar de sus aciertos, de sus conquistas y de sus glorias. Todas tan vanas como el contenido de sus palabras de autoelogio. Vano significa vacío. Hueco. Refiere a la actitud 
de aquel que presume de poseer algo, de “estar lleno de algo”, cuando en realidad está vacío. 

Recuerdo a mi madre, cultora de los refranes de la sabiduría popular, diciendo “díme de qué habla, y te diré de qué carece”. Refrán que recuerdo, como tantos otros, y compruebo una y otra vez. Llega aquel a hacer un arreglo a casa, y se autodefine como honesto, como muy honesto, como  más honesto que los otros… e, inexorablemente, revela en algún momento su deshonestidad. Porque el que “es, no dice que lo es”. Por eso, “díme de qué habla…”. 

Escucho a muchos hablar de sus logros, de sus conquistas, de sus avances, y pienso, ¿serán reales? Porque el discurso vanidoso se detecta haciendo sonar el vacío, el eco de lo vacuo. Vano, etimológicamente, se asocia con la misma raíz de “vacante”, estar desocupado. Pues, es un 
discurso vacante de aquello que pretende sostener o afirmar. 

Se había levantado la noche, y la oscuridad le ganaba al día. Aparecieron entonces las luciérnagas y sintieron la vanidad de ser ellas las que iluminaban el mundo. Sus destellos ocupaban la noche, hasta que aparecieron las primeras estrellas. Con envidia se apartaron y percibieron a las estrellas presumir de ser luz. Al rato, la Luna llena emergió redonda y plateada y tomó su lugar en el centro del universo. Todo tomó el color de su luz y su presencia fue majestuosa. Con el brillo de la noche, las estrellas se fueron apagando, al tiempo que se consumía su vanidad. Y así transcurrió la noche, hasta que las sombras fueron dando paso al amanecer. La Luna se fue empalideciendo y la presencia del Sol deslumbró al mundo con su luz potente, una vez más. Sintió que era el rey del universo, y la Luna, cabizbaja, siguió su camino. Todo siguió igual, y cada día, luciérnagas, estrellas, Luna y Sol, reconocen su propio momento para brillar, sabiendo, en el fondo, que el orgullo de la hora, solo dura esa hora.

Reconocer la propia luz, ofrecerla en el momento oportuno, entregarla para diluir las sombras del mundo, solo tiene sentido si es vivido con humildad. Con la justa y prudente valoración del brillo propio. Porque cuando la propia luz nos encandila a nosotros mismos, terminamos condenados a vivir en sombras. Porque, “díme de qué hablas…”